Corría 2009 y no hacía falta ocultar nada. La Fórmula 1 llegaba a
España y Red Bull en su infinita inocencia, había anunciado que una
serie de componentes interesantes para el desarrollo del por entonces
niño de Newey, el RB5, iban a ser probados por Sebastian Buemí y
Sébastien Bourdais en sus respectivos STR4. A nadie le pareció raro y yo
escribí sobre ello [Contratiempo]
porque el experimento quedó en nada gracias a que los dos astados de la
de Faenza quedaban varados a las primeras de cambio, a pocos metros de
la salida, vamos.
Ha pasado el tiempo y como niños, continuamos sorprendiéndonos de las
cosas que ocurren porque ahora el mago precisa ocultar al menos lo
honda que es su chistera y nosotros necesitamos seguir creyendo, pero mi
memoria insiste en hacer saltar el chivato de advertencia cada vez que
alguien menciona la certera capacidad de evolución que tienen en Milton
Keynes, mientras que a los demás les cuesta un mundo avanzar un
miserable paso.
Y aquí estamos, para recordar esta tarde
de viernes, que el engranaje de la bebida energética sigue funcionando
cuatro años después de aquello a cuatro tiempos, cuando los que quedan
lo hacen a dos, que tiene pilotos de sobra, tanto para que dos de ellos
se dejen adelantar en pista cuando hace falta, como para probar
cualquier novedad antes de ser implementada en los monoplazas oficiales,
a pesar de que los entrenamientos con la temporada lanzada, están
nominal y oficialmente erradicados de El Circo.
Así las cosas, el éxito de las evoluciones de Red Bull podrían no
tener tanto que ver con el equilibrado de su túnel de viento o lo bien
que dibuja Adrian sobre su tablero, como con esa anomalía que se llama
Toro Rosso, que sigue viva gracias a los pocos huevos que tienen del
último al primer equipo de la parrilla.
Yo escribo y pienso en alto, así que con vuestro permiso ahí os dejo
el asunto de por qué se consiente que haya un equipo que cuenta con
cuatro coches sobre el asfalto de cada prueba, aunque me gustaría
limitar mi discurso de esta tarde a las pocas evidencias que obran en mi
poder, como por ejemplo, que Toro Rosso monta motor Ferrari como
propulsor de sus coches desde hace tiempo y al diablo se le ocurría
pensar que no comparte sus experiencias con su progenitor, quien paga
las nóminas al fin y al cabo.
Es cierto que un motor cliente de Maranello no es un Type 056
en sentido estricto, pero asumamos que cualquier informático con
algunas horas de vuelo, podría elaborar un programa que permitiera
extrapolar los datos arrojados por el niño carrera a carrera y
cotejarlos con los que ofrecen en pista los serie one, para
identificar la genética del padre y pasársela a renglón seguido a
Renault —en este sentido me alegro de que el año que viene la de Faenza
haya fichado por la francesa—.
Pero vayamos a la parte importante, a éso que llaman los entendidos
aerodinámica, y aceptemos que el STR8 no se parece al RB9 sino al F138, y
luego saquemos nuestras conclusiones más o menos conspiranoicas antes de asimilar que por primera vez en cuatro años, Adrian Newey ha decidido elevar la nose de su criatura, como el Toro Rosso y el archienemigo de su casa. Él, que era mago y se permitía lindezas como llamar conservadores al MP4/26 y al F150 Th Italia.
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