Todos los años siento la necesidad de hablar de la noche cuando se trata de Le Mans. Existe entre ella y yo una especie de ritual que aprieta para manifestarse durante la carrera.
Todavía no ha caído del todo sobre el circuito de La Sarthe, pero no importa, llegará rebañando la poca luz que quede y sembrará la oscuridad en menos de lo que invertimos en parpadear. Es así, siempre es así, y en el trazado donde se desarrolla la prueba francesa, como en pocos lugares del mundo.
Te hablan de carreras nocturnas y sin querer caes en la trampa de aceptar gato por liebre, pero correr bajo la iluminación de los focos no es correr abriéndose paso en un túnel negro con la ayuda de las luces del vehículo. El Nordschleife, Spa-Francorchamps, por supuesto Le Mans, sí que son bocas de lobo cuando el sol se ha puesto, y en el caso que nos ocupa, por tradición e historia, quién sabe si por simple apego, la noche me parece mucho más sugerente si cabe que en otros sitios.
Siempre he preferido madrugar a trasnochar, pero con el paso del tiempo y siempre que exista una buena excusa, alargo los días cuanto puedo porque a estas horas mi cabeza parece funcionar mejor que a pleno sol. En todo caso, si hay prisa, obligación o necesidad, la noche puede volverse dura como el pedernal. Aquí no hay amores que valgan. Hay un momento en que eres tú o ella, no hay más.
En esos instantes suelo pensar en los pilotos de los relevos nocturnos.
Siento que dentro del cockpit la soledad puede llegar a mascarse. El ronroneo del propulsor tiene por narices que acabar sonando como una nana para dormir. La vista, acostumbrada durante el día a relajarse brevemente percibiendo lo que ofrecen los alrededores del foco de atención, se ve impelida a concentrarse en lo que iluminan los focos del coche. Y así una vuelta tras otra, con el único consuelo de que cada cierto tiempo, aparece en el horizonte una zona iluminada que siempre termina siendo la misma con la intención de que el conductor se la aprenda de memoria. Giro tras giro...
Y oscuridad entre Tertre Rouge y Mulsanne. Y oscuridad entre Mulsanne e Indianápolis. Y destellos a lo lejos pasado Arnage...
Nadie diría que el espectáculo que ofrece el motorsport no consiste sino en observar desde la barrera, cómo sufren los pilotos conduciendo sus máquinas sin apenas tregua.
Hay algo imponente en la noche cuando se derrama sobre Le Mans. No se trata de vehículos cuyas luces dibujan caminos de luz sobre el asfalto negro, consiste en almas condenadas a luchar contra sí mismas porque el sol, en su rutina, ha decidido a tal hora firmar el ocaso, para levantarse a la mañana siguiente como si no hubiese sucedido nada.
Y ha sucedido. Y eso es lo mágico.
El hombre no es una animal nocturno. Duerme para recuperar fuerzas cuando se hace la oscuridad, pero en Le Mans, doblega sus mecanismos internos, su instinto, para superar el momento más duro de las 24 Horas, cuando la noche susurra al oído canciones que invitan al sueño, cuando besa con labios tibios al común de los mortales.
Os leo.
1 comentario:
Cuanta belleza en estas palabras...
Sigo leyéndote.
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