lunes, 6 de mayo de 2013

Mejor no bajar la guardia


La muerte de Ayrton Senna se dice que supuso un antes y un después en la Fórmula 1. Es un lugar común que yo mismo he utilizado infinidad de veces, que pone de acuerdo a los aficionados (¡mira que es difícil!) y especialistas, en que tras aquel luctuoso suceso el prisma de acercamiento a la seguridad en los circuitos cambió radicalmente. Aunque la realidad es otra, ya que el deceso del paulista sólo supuso un negro colofón para un fin de semana rebosante de desgracias que escenificó el enorme riesgo que corrían los pilotos de carreras en aquella época.

Rubens Barrichello preludiaba el viernes la que se venía encima, cuando se salió del trazado con su Jordan en la Variante Baja del circuito de Imola (Autodromo Internazionale Enzo e Dino Ferrari), despegando literalmente al rozar el peralte exterior de la pista y golpear posteriormente las protecciones, para aterrizar boca abajo después de haber dado varias vueltas de campana. Al día siguiente, ya sábado, Roland Ratzenberg perdía adherencia en su Simtek y salía recto de la curva Villeneuve para empotrarse contra el muro y morir en el acto. Aquel mismo domingo, como es de sobra conocido, Ayrton Senna se estrellaba con desastrosas consecuencias en Tamburello, habiendo perdido previamente el control de su Williams…

A mi modo de ver, es precisamente la concatenación de fatalidades la que hace del Gran Premio de San Marino de 1994 una fecha ineludible más allá de las personalidades que intervinieron, a la hora de valorar hasta qué punto la seguridad no sirve de nada si no es contemplada en su globalidad.

Los chasis del Jordan 194, Simtek S941 y Williams FW16 protegieron a sus respectivos pilotos conforme a la normativa, éstos quedaron ajustados de manera firme a sus habitáculos, pero así y todo, no se pudieron impedir dos fatales desenlaces que tuvieron sus desencadenantes en circunstancias en las que nadie pensaba en aquel momento.

El circuito, aceptado por la FIA, cumplía con los requisitos mínimos exigidos para poder albergar una prueba del Mundial, pero todo ello resultó insuficiente ante una serie de coyunturas impensables en aquella época. ¿Coches demasiado rápidos para el trazado? ¿Normas excesivamente cortoplacistas? Da lo mismo, el resultado de todo aquello son dos víctimas mortales en el mismo fin de semana y una tercera que no pudo competir en la carrera por haberse visto obligada a pasar por el hospital. Algo excesivo en todo caso, para un entorno, el de la Fórmula 1, que decía tenerlo todo previsto. Y ahí el modelo de deporte tradicional quiebra y se comienza a pensar por primera vez en la historia de la máxima disciplina del automovilismo deportivo, en la seguridad como concepto global.

Trazado, monocascos y pilotos son una misma cosa, interdependiente, en la que una parte afecta al todo y el todo a sus partes. Y la F1 acepta acometer un nuevo rumbo que a pesar de los pesares ha seguido granjeando sustos. Mika Hakkinen se estrellaba en Adelaida y era necesario practicarle una traqueotomía, Michael Schumacher lo hacía en Silverstone y se salvaba por poco. En épocas recientes, entre otros, destacan el brutal accidente de Robert Kubica en Canadá o el de Sergio Pérez en Montecarlo, sin consecuencias ambos, pero queda la herida abierta de Henry Surtees, muerto por impacto de un neumático durante la disputa de una prueba de F2…

Aunque suene raro, seguimos viviendo en el prueba/efecto de toda la vida, el mismo esquema que estaba vigente a finales de abril y primeros de mayo de 1994, un lugar común que define un estado de cosas que no tiene por qué ser perfecto, que sin duda no lo es, y ante el que por precaución conviene no bajar la guardia, nunca, porque sigue habiendo imprevistos de los que no sabremos nada hasta que resulte irremediable, y es que al igual que ocurría en 1994, hoy en día los pilotos se siguen jugando la vida, no lo olvidemos.

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