Hay algo profundamente deportivo en la pública expiación de culpa. En territorio donde huele a carnavales en lontananza, un hombre enseña sus estigmas con los brazos en cruz y busca la redención renunciando a la máscara tras la que ha permanecido oculto durante tantos y tantos años. Confiesa el credo de quien se sabe absolutamente perdido y relata un acaecido, de rondón, donde le ruega a su hijo que deje de defenderlo, pidiéndonos a todos, de paso, que le miremos a lo profundo de los ojos y le veamos.
Lance nunca me había caído bien. Para mí era el Michael de las bicicletas, el tipo que lo ganaba todo porque tocaba y convenía que lo ganara absolutamente todo, pero le vi el otro día enfrentándose al abismo del que dijera Nietzsche que cuando lo miras largo tiempo, él también mira dentro de ti, y sentí una especie de reconciliación conmigo mismo, que a día de hoy sigo sin poder explicar más allá de afirmar que de los miedos a los que se enfrenta un ser humano, el de tener que encarar a un hijo para decirle que te mire a la cara, que te comprenda, que acepte lo miserable que eres, vale de lejos los siete Tours que te han quitado por tramposo.
Carnaval, simulación de un mundo perfecto que se resquebraja como el velo del templo de Salomón en cuanto lo acaricias con un dedo, en la que interpretamos a titanes de pies de barro, peones en todo caso de un mundo que nos exige lo que no podemos dar salvo que tomemos atajos, un universo que es sólo espectáculo, al que nos debemos en cuerpo y alma pero que al cabo nos pedirá que rindamos cuentas, siempre, tarde o temprano, más pronto que tarde, para firmar de puño y letra la vacuidad en la que intervenimos...
Me quedo con la metáfora, como de costumbre, porque la Fórmula 1 también se proclama como espectáculo que busca la pureza y a día de hoy, no sé si interpreto al Luke hijo de la película protagonizada por Lance padre y habrá algún día lejano, o cercano, quién sabe, en que algunos de aquellos en los que creí y defendí a pie juntillas, no me tendrán que decir a la cara que el espectáculo tiene sus servidumbres y que a ellas se rindieron porque además de deportistas son profesionales y viven de participar en la gran falacia.
Me quedo con una Venecia celeste en la que todavía creo, con un carnaval ajeno al tiempo y al espacio. Y hasta que el cuerpo aguante, que espero y deseo que sea mucho.
Os leo.
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