jueves, 26 de mayo de 2016

La excusa perfecta


De todas las ratoneras que conozco, Mónaco es, sin duda, una de las más bellas, y no tanto por su supuesto glamour (leer en francés, por favor, siempre suena mejor), más bien, porque como metáfora de nuestro deporte, su Gran Premio vale quintales.

Hace tiempo, leí decir a alguien que la Fórmula 1 le encandilaba porque es una versión de bolsillo del capitalismo más duro. Entiendo que no se refería al manchesteriano, sucio, siempre incómodo, sino al otro, al que con una firma o un apretón de manos, define sobre una mullida moqueta si el futuro para miles de seres humanos será cielo o será infierno sobre la Tierra.

Así las cosas, la capital del Principado abre hoy sus puertas a la competición automovilística pero lo cierto es que lleva tiempo ocupada en que los maletines o las alianzas alcancen la pole y definan su propia parrilla con la intención de disputar una carrera que no produce ruido ni es alumbrada por los focos, en la que habrá obviamente vencedores y vencidos, y a cuyo término, se brindará por el éxito conseguido o si no ha habido suerte, habrá lugar para clamar venganza o presentar reclamaciones.

Anthony Noghès no pensaba en estas posibilidades cuando alumbró el primer Grand Prix de Monaco, allá como en 1929. Estas cosas suceden, se van dando a lo largo de un proceso sumamente lento que ha definido con el paso de los años, que la prueba monegasca lleve etiqueta Gran Reserva. 

Da lo mismo que el Gran Premio sirva de entremés, de entrante, de plato principal o de postre. Importa poco quién lo gane o si se consigue o no una buena cuota de share, o si el impacto mediático es relevante... Mónaco en mayo, la ratonera mediterránea, siempre es la excusa perfecta, para las cosas del motor y para las que jamás ocupan portada en los diarios aunque muevan el mundo.

Os leo.

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