Magic

Sospechando que los obispos de lo nuestro podían correr a coger leña para levantar una hoguera donde quemarme vivo, me he dicho: desmuéstrales que eres digno de que nadie toque tu hábito, aunque el esfuerzo resulte vano y tengas que salir por piernas.

Puede parecer una broma pero os juro que no lo es. En fútbol, por ejemplo, puedes considerarte seguidor a muerte de unos colores aunque el presidente te caiga como el culo, o el entrenador se te atragante, o incluso si sufres de vómitos porque el último fichaje para el medio campo es un auténtico cabestro. 

En todos los deportes de equipo que conozco sucede parecido. Nadie te mira demasiado mal por exponer las habituales y lógicas discrepancias en público. Se entiende que hay gustos de todas las tonalidades y aquí paz y allá gloria, que decía aquél. Si acaso, los trapos sucios se lavan después en casa. Tanto es así, que cuando los tuyos pierden un partido, el personal se arrima para llorar las penas y la soledad en compañía, así como cuando ganan, del primero al último mequetrefe que compone eso que denominamos afición, se viene arriba y la alegría común estalla con total naturalidad...

En Fórmula 1 también ocurre. Puedes ser de Lotus y no saber quién es Gerard Lopez, o saberlo y que no te guste cómo va dejando cañones, o que vaya diciendo por ahí que no entiende una mierda de este deporte pero mucho de negocios. Puedes ser de Lotus comprendiendo que esta Lotus no es la de Colin Chapman, o asumiendo que Pastor Maldonado puede suponerte un paso inevitable del viacrucis de cada domingo de carrera. Puedes, claro que puedes, y nadie osará cuestionarte jamás.

Pero con Ferrari, todo esto que digo queda en suspenso. Un tifoso tiene la obligación de soñar húmedo con don Sergio Marchionne, reírle las gracias a don Maurizio Arrivabene y delectarse con cada patochada que salga del garaje rojo o sus aledaños. Por supuesto, Vettel, que hizo morder el polvo a la rossa durante cuatro años consecutivos y llamó Fiat Panda al RB10, es lo que conviene y el mesías que rejuvenecerá a la de Il Cavallino.

No hay más que hablar. Ferrari es una religión para los italianos y si estos se tiran por un puente, allá que deben ir tras ellos todos los tifosi del mundo mundial.

No importa que Maranello pueda ser deslocalizado en menos de lo que canta un gallo, ni que FIAT —la patrona— tenga su sede en Holanda después de haberse arrejuntado con Chrysler. Ni mucho menos, que cuando salga a bolsa pueda acabar llevando en sus venas un modesto capitalito Made in China... No importa, como digo. Eres de Ferrari o no eres de Ferrari, y ni se te ocurra criticar al árbitro por casero o mencionar al fundador, y mucho menos para insinuar que como Jesucristo en el Templo de Jerusalén, a lo mejor se sacaba el cinto para expulsar a los abundantes meapilas y papistas que afirman en la actualidad que La Scuderia es su tesoro, como le sucedía a Smeagol con el anillo único.

Podría mentiros y decir que hoy he visto la luz o algo así, pero pretendo ser honesto: lo que quiero es evitar la hoguera y las pedradas por decir que me alegro por la victoria en Singapur de mi equipo, Ferrari, aunque no por ello vaya a soñar con Marchionne, ni Arrivabene vaya a dejar de parecerme un palurdo insoportable.

De Magic, su dedito y su magia, escribiré esta semana. O no, quién sabe. Llega Japón y hay que ponerse las pilas.

Os leo.