Eran los tiempos en que Heineken exigía una estrella holandesa emergente antes de firmar con Bernie [Heineken quería que una estrella holandesa entrara en la F1] y Vettel ejerció en Sochi de Ángel de la Muerte irresponsable —como nuestro emérito: no responsable e inimputable, ahí es nada— porque incluso en Ferrari seguía gozando de la impunidad que disfrutó en Red Bull.
El caso es que aquel disgustillo del alemán en Rusia le acabó costando el puesto a Daniil Kvyat, que fue sustituido por Max Verstappen para la siguiente prueba, ¡zas!, ¡de manera fulminante!, quién sabe si porque el Pisuerga seguía pasando por Valladolid.
Maese, que era mucho más educado que yo, llamaba «suerte del campeón» a esta especie de bula papal que cierne la cabeza de determinados héroes y cuida de sus espaldas.
Les sancionaban antes, e incluso hoy les llaman a la puerta, claro, pero para que suceda tenían que haber hecho algo francamente gordo, no como sucedía con los que sufrían el siete colas de Charlie Whiting a la mínima que se movían en la foto.
En fin, también es verdad que los gigantes de antaño no daban espacio a la autoridad para mostrar sus feos costurones. Fangio tenía puesta su grandeza a buen recaudo. Prost la había macerado a poco, dos coronas entre 1985 y el 86, la tercera en 1989 y la de gracia en 1993. La suerte del campeón de entonces era una mezcla de tolerancia aceptable y una indulgencia que venía con el puesto...
Pero llegó Michael y fueron cinco títulos consecutivos, y Sebastian con cuatro del tirón y Lewis con sus seis en Mercedes AMG, y no cuento a Max porque, a pesar de la impunidad que disfrutó cuando le permitían ejercer de gallito de pelea a cambio de algún tirón de orejas, dejó de ser el hijo preferido de papá y mamá en cuanto se cruzó con el gran bendecido por la fortuna de los números, la inercia y el miedo a decirle basta, The Greates Of All Times, obviamente, el campeón que más suerte acumula.
Os leo.
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