viernes, 24 de junio de 2022

Bruma sobre lienzo

No imaginaba volver a sentir mariposas en el estómago ni el corazón acelerado como el de un chiquillo que abre un obsequio envuelto en papel de colores, mucho menos tener que obligarse a parpadear para evitar que su mirada delatara la lumbre de fuegos adolescentes que creía ya sofocados.

Don Héctor lo había convocado y rechazó inicialmente la oferta intuyendo que ella estaría allí, pero instantes después de colgar el auricular maldijo su cobardía y, levantando de nuevo el teléfono, marcó el número de memoria y aceptó, precisamente porque ella podía estar allí...

Las posibilidades de volver a verla eran francamente remotas, lo que, en el fondo, suponía un alivio aunque no quisiese reconocerlo abiertamente. 
 
El nuevo propietario eligió aquel viernes de junio sin imaginar que las bajas temperaturas y el agua podían convertir el Nordschleife en una ocasión perfecta para no abandonar el garaje, don Héctor se limitó a darle lo que pedía a pesar de que en estos asuntos es relevante el estado de las cuentas, el nivel de ingeniería alcanzado, no comprobar si el coche corría bien o hacía tiempos razonables en una pista endemoniada. El acuerdo se podía haber cerrado sin gastar un gramo de gasolina en un pub londinense o un restaurante de Colonia, en la cafetería de un hotel o en cualquier sitio, daba igual, imponer que fuese en el circuito alemán simplemente suponía el acto arrogante de un tipo acostumbrado a humillar con su chequera. Ni siquiera hacía falta comprar nada, la escudería estaba muerta, bastaba dejarla descansar en paz.
 
Las Eifel manifestaban su encanto especial en cualquier época del año, pero aquella mañana de verano recién estrenado destilaba en el Nürburgring una aplastante sensación de solemnidad, como si el gigante supiera que pasado el mediodía los Yagüe no volverían a rodar jamás sobre su cuerda y quisiese evitarlo, como si para torcer el destino bastara el antojo de un trazado desalmado, cabrón y caprichoso.
 
El muy hijo de puta se estaba despidiendo a su manera y él podía reconocerlo en el silencio dominante y en que la humedad empapaba más y el aire olía distinto.
 
Después de acumular un par de vueltas sin incidentes y abandonar el habitáculo para dejar el monoplaza a los muchachos, se recreó observando la recta de tribunas con las gafas al cuello y las manos metidas en los bolsillos del chaquetón que cubría el overol. Había leído en alguna parte que el ser humano sabe al nacer de ese instante único e irrepetible que deseará vivir eternamente, aunque, como consecuencia del pecado original, queda condenado a olvidarlo y a buscar el resto de su existencia el auténtico significado de la palabra hogar en mitad de la bruma espesa.
 
A pesar de que para él fuese otoño siempre, por fortuna había disipado ya esa duda y conocía en qué brazos deseaba terminar sus días, acurrucado en ellos como un niño pequeño; pero pasaba por ser un buen piloto de bólidos, a decir de muchos uno de los mejores, y aunque apenas tuvo conciencia de quién era realmente hasta que descubrió los ojos de Alicia posándose en los suyos, recordó para qué le habían llamado y que en la cita no había espacio ni para la melancolía ni para alertar a nadie sobre su bajo estado de ánimo. 
 
Se entretenía mirando cómo los jirones de niebla acariciaban a lo lejos las copas de los árboles, cuando lo rescató la voz aguardentosa del jefe de mecánicos y mano derecha del ingeniero Sarriegui:

She will come, míster. Will come...!

No pudo evitar sentirse como un crío al que pillan metiendo la mano en el frasco de los caramelos. Chaplín se encontraba a su lado con la vista puesta en el cielo gris ceniza, dando las primeras caladas a un pitillo recién liado.

Las deudas nos llegan al cuello, míster —continuó en castellano—. Hay que hacerlo y aquí sabemos que usted corre más fino cuando ella anda cerca o mira desde el muro. Está en camino, don Héctor mandó llamarla...

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