No sé cuándo entró definitivamente la sangre futbolera en las venas de la Fórmula 1, aunque si sé que avisé, long, long ago, que llegaba llamando hooligans a los demás e imponiendo cosas del respeto y el amor incondicional a los colores, y criterios de selección natural que pasaban por valorar qué piloto o equipo sumaba más puntos, más hitos o más títulos, o más récords.
Adornado con máximas sacadas de contexto y frases buenistas que podían firmar Deepak Chopra o Paulo Coelho, su veneno se abrió paso entre nosotros y llegó hasta la cocina, para, un poco como hacen mis cuñadas en el día a día, decirnos de qué arbol y qué rama, y a qué hora, por supuesto, debemos ahorcarnos.
Tenemos la mejor pareja imaginable, un coche más que potable, pero viene Red Bull y nos va a comer porque llegarán las peoras, porque Carlos no está a la altura, porque Charles no es para tanto, porque basta ponerse un avatar con Michael Schumacher vestido de rosso para pasar por tifoso y ligar un poco. Ser segundo es ser el primero de los perdedores, dicen.
Os leo.
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