La pandemia había agravado en mí esa pegajosa angustia de declive y caducidad que me abrazaba para estrangularme como hace una boa con sus presas, desesperaba de más milagros como si ya los hubiera agotado todos, como si el genio de la lámpara me hubiese dado definitivamente la espalda...
El viento noroeste ha soplado desde el mediodía y la llovizna nos ha visitado unas horas, siquiera para despertar el petricor y que volviese a narrar sus viejas historias entre los aromas a humo de alguna fogata tardía, encendida por los críos abajo en la playa o quién sabe si en Uresaranse, desatendiendo que las hogueras se prenden la noche del 23 y no el 24, San Juan, tu día.
Querría descifrar todo lo que me cuenta el río que percibí una vez y jamás imaginé volver a sentir, pero llego tarde, como de costumbre, aunque lo acepto, de mala gana pero lo hago, lo prometo, seguramente porque noto cómo hago pie en este cúmulo de sensaciones atropelladas y sé que el agua no miente y que a partir de ahora todo será radicalmente diferente porque vuelvo a sentirme vivo gracias a ti.
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