Esta noche cae la edición de las 24 Horas de Le Mans de 1971 en Nürbu, escrita desde hace algunos días, y, seguramente, en cuanto termine estas breves líneas pula y programe otra entrada para media tarde porque, lisa y llanamente, me voy a tomar el día libre de obligaciones para disfrutar de la Indy 500 sin distracciones.
Ha llovido bastante desde que, en 2017, el alonsismo desembarcaba en la disciplina norteamericana para emponzoñarlo todo, para hacer hooliganismo puro y duro, en vez de a descubrir un universo competitivo totalmente nuevo. Pero los años transcurridos han vuelto a llamar idiotas a los engreídos que consideraban que esta pequeña parcela del mundo les pertenece en exclusiva. Continúan ahí, en sus torrecitas de marfil, pero con Alonso llegaron a la IndyCar muchos que se han quedado y disfrutan hoy con la actividad, y cruzan los dedos para que les vaya bien a Palou, Herta, Dixon, Newgarden, etcétera. Sobre todo con Àlex o Pato, por aquello de la afinidad, o con Arrow McLaren SP.
Resultaba sencillo verlo, pero, como suele suceder, aquí sale rentable dar leña al mono de goma hasta que cante, por aquello de fingir un ratito que a alonsistas no nos gana nadie y si hay que criticar al asturiano o sus seguidores, pues se dice y no pasa nada...
Y sí pasa. Ocurre que el paso del tiempo siempre pone a los mismos en pelota picada. Sucedió con la Indy 500, con Daytona, el WEC y Le Mans, con el Dakar, ahora con el retorno del de Oviedo a la Fórmula 1. Y es que nuestro bicampeón F1 tiene algo que ven antes fuera que nosotros, y, en definitiva, al final todo consiste en que, como decía mi abuela María, no se pueden poner puertas al campo.
Nos vamos al Brickyard. Os leo.
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