La noche en La Sarthe es mágica, pero no para los que van dentro de los vehículos. Para ellos, más bien, es una etapa de la carrera bastante jodida porque el cerebro del ser humano sufre para adaptarse a los estímulos cambiantes que se originan en una cuerda de más de 13 kilómetros en la que hay más zonas oscuras que iluminadas, lo que acarrea que, algunas veces, los pilotos disciernan lo que tienen delante aquejados de visión de túnel.
Las pupilas se abren y cierran mediante músculos y estos acumulan cansancio como un bíceps, un trapecio o un doble gemelo. Los ojos claros reaccionan peor a los cambios de luz que los oscuros, etcétera, incluso con las viseras dotadas de filtros polarizantes y la ayuda de los potentes faros. Mark Webber admitía en su libro [Aussie Grit: My Formula One Journey (Mark Webber)] que la noche de Le Mans le supuso una experiencia muy diferente a lo vivido en las carreras nocturnas de Fórmula 1. Muchos lo notamos la madrugada del 15 de junio de 2014. El australiano iba más cauto que durante el día, tiraba menos, no era un gato de los muchos que han disputado las 24 Horas.
En realidad, la magia de la noche en Le Mans está en el interior de los hombres y mujeres que se atreven a discurrir sobre su trazado como si el sol lo iluminase, haciendo fuerza de las limitaciones y esperando que el amanecer termine de una vez por todas con la tortura.
Os leo.
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