En realidad no pretendía hablar de festividades cristianas ni santorales, ni de Saint Julien ni de Saint Liborius. Más bien quería hablar de reuniones familiares o con los vecinos y amigos alrededor de un motivo, de tortilla española, pimientos, queso, bota de vino y hogaza de pan recién salida del horno, que es lo que aquí sería indicado llevar en cesta de mimbre para disfrutar de un día en las carreras...
No os creáis. Consciente de los riesgos que asumo yendo un poco por libre —bueno, bastante—, he echado el ratito tratando de indagar qué coño llevaban los franceses cuando iban de picnic a comienzos del siglo pasado. Pero después de leer sobre menús típicos y recomendaciones varias al respecto de recetas tradicionales francesas, he zanjado el asunto imaginando que si los galos hubieran conocido entonces el incuestionable valor de mi propuesta del primer párrafo, a buen seguro se apuntaban a ella.
Cuando hablamos de aquellos tiempos, mi madre me confirma que mi abuela preparaba tortilla española mientras el abuelillo se acercaba a la tahona de Las Viñas, con el fin de que una vez estuviera todo preparado, mi santa y sus hermanos, junto a sus abnegados padres, partieran de romería hacia Cabieces o Repélega, o a disfrutar de Cornites en el monte Serantes.
Doña Matilde es de 1927, más o menos las fechas que vamos a tocar hoy. Julián, mi padre, era algo mayor, de 1921. La Guerra Civil a él le pilló mozo mientras que mi madre era aún una cría en el 36. Pero ambos ha sido siempre firmes defensores del menú ocasional: tortilla española y lo que viniera delante y detrás, o como acompañamiento, de forma que intuyo que uno y otro habían disfrutado de tan excelso manjar en sus edades tempranas. Y esto me lleva a reiterar lo que decía al comienzo sobre disfrutar plenamente de un día de carreras.
Y es que las 24 Horas de Le Mans, más allá de suponer una de las pruebas más endiabladas que ha parido la mente humana, era en sus inicios una mera ocasión para echar el día en compañía, también para que los aldeanos de las localidades por donde atravesaba la ruidosa serpiente multicolor se ciscaran en todos los muertos de los pilotos y los equipos por andar a las tantas de la madrugada rodando y rodando con los aceleradores a fondo, y, en definitiva, una excusa tanto para desear que llegara el día como para que se acabara pronto.
Hoy echo en falta (mucho) a Maese. Si anduviera todavía con nosotros le preguntaría su opinión sobre el asunto. Y es que si el Nürburgring se materializó como circuito tratando de alejar el ruido de los coches de las cabañas bovinas y lanares de la zona, son de imaginar las incomodidades que provocaría que en los aledaños del río Sarthe se celebrase una locura que duraba 24 horas consecutivas. Partos prematuros, inoportunos dolores de cabeza, hoy no hay huevos, Marie, las gallinas han dejado de ponerlos con tanto alboroto...
Pero por encima de todo la festividad pagana, la fiesta de la velocidad y la resistencia, la oportunidad para el reencuentro o la riña.
Entre 1923 y 1928, el circuito que alberga las 24 Horas presentaba casi cuatro kilómetros más de recorrido que ahora, y había cuadrillas de amigos que quedaban para disfrutar de San Le Mans, y familias completas que madrugaban a las tantas porque papá las iba a llevar de carreras en cuanto despuntara el alba. Y mamá se levantaba antes que todos para tenerlo todo listo. Y no hacían falta tres o cuatro monitores en la salita de abajo y una buena conexión a internet y el Live Timming. Había ganas y eso lo compensaba todo. Se iba de fiesta al circuito. Se preparaba uno rara disfrutar de un día que no se iba a repetir hasta el año siguiente, y lo disfrutaba. Se abandonaba la ropa de trabajo, se vestían galas de domingo, algunos incluso soñaban con ligar, importando poco, o nada, que no hubiera santo o santa ante los cuales santiguarse.
Os leo.
Os leo.
Carreras de pueblo, Orroe, carreras de pueblo. Ese es el espíritu.
ResponderEliminarDurante años viví cerca del circuito de Jerez, y disfruté de él lo que pude, incluso estuve allí en el infausto estreno del McHonda, intentando aficionar a mi retoño, a pesar de lo frío del día. Disfrutamos en familia del día en el que Carlitos ganó la Formula Renault 3.5, y de todas las carreras soporte, pero sobre todo, de las carreras de clásicos. Las superbikes, el Supermotard y el ambiente del GP de motos...
Previamente habíamos ido al "Monaco" español a orillas de la Malvarosa. El circuito era una castaña, y el año que estuvimos no hubo un solo adelantamiento, pero tenía el aliciente de poder comprar los bocatas, los helados y las cocalocas en la tienda de la esquina antes de entrar al tinglado del tito Bernie y los que hacían el egipcio. Vimos la victoria de Barrichelo con aquel Honda de outlet con motor Mercedes.
Ahora vivimos en un pueblito, con su GP casero, y su carrera urbana de Karts, y no muy lejos del Tourist Trophee español que se corre en la virgen de agosto al que intentamos ir todos los años. Disfrutamos más de las carreras. Las máquinas son menos tecnológicas, el paddok o los boxes están a pocos metros del portal de casa, y puedes curiosear entre pilotos y mecánicos sin molestar mucho. No llevamos la cesta de picnic porque no hace falta, pero puedes sentirte como en el café de la Rascase mientras degustas la cerveza fría con tapa de paella a pocos centímetros de la pista, aspirando el olor a gasolina, a ferodo y a goma quemada.
Una de esas cosas que me faltan como aficionado, además de la vuelta al Nurbu, es la visita a Le Mans. Me cuentan que el ambiente no es muy diferente. No creo que me veáis por Montemelón viendo los camiones monoplazas con los retoños...
Salu2!