Parece una edad completa el tiempo que ha transcurrido entre el martes pasado y hoy, viernes todavía si consigo terminar esta entrada antes de que suenen las campanadas que convierten el carruaje de Cenicienta en una vulgar calabaza tirada por ratones.
Tenía ganas de volver al blog, de calmar el mono metiéndome en vena una onza de veneno con olor a gasolina y goma quemada. Y sin querer, mientras se me hacían los dedos huéspedes y no veía el momento, he viajado al pasado, al instante en que esbozaba en las servilletas de la cafetería Florida, en Rekalde, o en cualquier papelajo que encontraba a mano en mi viejo estudio de Padre Larramendi, las cuentas de un rosario que sabía que tarde o temprano acabaría plasmando negro sobre blanco.
Fue aquella una etapa divertida en Nürbu. Días, semanas, incluso meses de silencio, que los hubo, y de pronto, los huecos se iban rellenando en silencio, haciendo caso omiso de la ortodoxia bloguera. De puntillas, como cuando te levantas de madrugada para rapiñar algo en la cocina sin levantar sospechas ni encender la luz ni despertar a Roque, que en mi caso, os lo confieso ahora, se ha vuelto un ejercicio totalmente imposible porque en el intervalo en que abres y cierras la puerta del frigorífico, hay siete sombras menudas a tu alrededor mirando qué haces, si eres huraño o generoso o si cae algo al suelo.
A los abueletes Hilargi y Bagheera, que se vinieron con nosotros de Las Arenas en 2011, se sumaron el verano pasado Lisa (Laisa) y Guillermo, dos huérfanos en el camping de Gorliz que encontraron rápido acomodo en la familia para terminar durmiendo a mis pies o donde les dejan Pompón y Louise, nuestras últimas reinitas rescatadas por Cata de la noche, el frío y el brutal destete que supuso que su madre desapareciera cuando tan sólo contaban 7 u 8 días de vida... Y Eileen, por supuesto, la perrilla que por tamaño y brujería parece un gato más, que es mi sombra cuando hay luz y mi rastro cuando es noche —la tengo a mi lado, en el cajón de cartón que dejó vacío Chicho—...
Siete vigías silenciosos, siete compañías, siete inevitables colegas de correrías diurnas y de rapiñas nocturnas...
Os lo tengo dicho: si nunca habéis sido adoptados por una mascota —son ellas las que eligen y mandan, y definen—, probad a hacerlo, incluso si se trata de un pájaro o un grillo. El feedback resultante de tan hermosa relación, os hará crecer como jamás habíais imaginado.
Muchas veces pienso en que parte de mi secreto para entender la Fórmula 1 viene de ahí, de ellos y de ellas, de aceptar que la sagrada familia se concibe alrededor de infinidad de renuncias minúsculas como el espesor de un cabello.
Todt y Ecclestone andan ahora mismo tirándose los trastos. En realidad, a nadie parece gustarle este deporte, ni siquiera a pilotos como Hamilton o Alonso. Todo es malo cuando hace unos meses bastaba con estar conectado al live timming y decirle a la churri de turno, que lo tuyo siempre han sido las estrategias, las fobias razonadas y comprender a Pirelli y a Whiting... Eso y coger fuerzas para insinuar a la aludida si aceptaría por un casual irse al catre contigo...
Se acerca la hora mágica. Después de las 12 seré ratón o polvo de estrellas. Y pienso en cómo echaba en falta todo esto y en los sesenta y tantos años de historia que seguimos desperdiciando cada vez que aceptamos que Bernie y Jean saben lo que llevan entre manos.
Prometo portarme mejor. Qué coño, lo juro. He sido cicatero por protegerme las espaldas, pero se acabó. Hay muchas cosas de las que hablar y tengo un puñado de ellas apuntadas en mi libreta de sueños incumplidos. Seguro que algo cae al suelo de la cocina...
Os leo.
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