Bruce McLaren y Phil Hill trastean en el interior de un GT40. La escena, quizás por poco habitual para nuestros parámetros actuales, emana una atmósfera ciertamente especial que es difícil de imaginar que sucediese hoy en día y es que como tantas otras cosas, forma parte de ese pasado de nuestro deporte que todos sabemos que jamás volverá.
Pero tampoco hay milagro que valga, entendámonos. Cuando está tomada la instantánea, en la segunda mitad de la década de los sesenta del siglo pasado, los pilotos de Fórmula 1 acostumbraban a completar su calendario laboral participando en diferentes pruebas de automovilismo que por cercanía u oportunidad, les permitían seguir acumulando kilómetros y toneladas de experiencia al volante. Obviamente, las 24 Horas de Le Mans era una de ellas y para muchos de ellos, la preferida.
No existían por aquel entonces ni los férreos blindajes ni los puntillosos pormenores contractuales que en la actualidad, impiden que un conductor de F1 se juegue la vida en otras actividades una vez ha comenzado la temporada oficial, ya que los seguros contratados por las escuderías y por ellos mismos, alcanzarían montantes desorbitados.
También es verdad que un piloto cobraba un salario mucho más bajo que ahora precisamente por que el término exclusividad todavía no se había implantado en la parrilla, de manera que para llegar holgadamente a fin de mes se hacía a veces necesario realizar trabajillos esporádicos como correr en una prueba de Resistencia o en un campeonato nacional o continental. Se veía bien, resultaba bueno para equipos y artistas del volante y al final, se podría decir que todo el mundo salía ganando, razón por la cual, el formato, que llevaba vigente desde casi los inicios del automovilismo deportivo, aún daría para ser explotado bastantes años más allá del instante que recoge la fotografía que abre esta entrada.
También es verdad y cabe recordarlo, que en aquella etapa que estamos visitando también había lugar para el colegueo, de forma que tal o cual conductor se prestaba a colaborar en la aventura de un amigo por el simple placer de hacerlo, sin remuneración alguna, vamos. Pero todo esto desapareció hace tiempo. Los modernos profesionales se implican de una manera que a Bruce y a Phil les parecería sencillamente impensable.
Los vehículos son probados con antelación gracias a la intervención de potentes simuladores y la actividad en sí misma, no precisa de que el piloto se mueva de su base de operaciones para acumular experiencia y horas de rodaje. Es cierto que esta es ahora fundamentalmente virtual, pero de parecida a manera a como ocurría entonces, sirve para prácticamente lo mismo: mejorar el modo de conducción y entender más y más la máquina una vez el conductor se pone definitivamente a sus mandos.
Además, como decíamos hace tan solo unos párrafos, los pilotos estrella firman contratos que giran alrededor del concepto de exclusividad y existe muy poco margen por no decir ninguno, para que un Sebastian Vettel o un Lewis Hamilton, o Fernando Alonso si nos ponemos, puedan invertir uno de esos fines de semana que quedan libres entre carrera y carrera, para intervenir en una prueba como las 24 Horas de Le Mans.
El nuevo sistema también funciona y todo el mundo parece contento con él, es cierto, pero no me negaréis que se ha perdido esa esencia que destila la imagen de entradilla que nos dice que en otros tiempos, sin duda había más magia de la buena que ahora.
No existían por aquel entonces ni los férreos blindajes ni los puntillosos pormenores contractuales que en la actualidad, impiden que un conductor de F1 se juegue la vida en otras actividades una vez ha comenzado la temporada oficial, ya que los seguros contratados por las escuderías y por ellos mismos, alcanzarían montantes desorbitados.
También es verdad que un piloto cobraba un salario mucho más bajo que ahora precisamente por que el término exclusividad todavía no se había implantado en la parrilla, de manera que para llegar holgadamente a fin de mes se hacía a veces necesario realizar trabajillos esporádicos como correr en una prueba de Resistencia o en un campeonato nacional o continental. Se veía bien, resultaba bueno para equipos y artistas del volante y al final, se podría decir que todo el mundo salía ganando, razón por la cual, el formato, que llevaba vigente desde casi los inicios del automovilismo deportivo, aún daría para ser explotado bastantes años más allá del instante que recoge la fotografía que abre esta entrada.
También es verdad y cabe recordarlo, que en aquella etapa que estamos visitando también había lugar para el colegueo, de forma que tal o cual conductor se prestaba a colaborar en la aventura de un amigo por el simple placer de hacerlo, sin remuneración alguna, vamos. Pero todo esto desapareció hace tiempo. Los modernos profesionales se implican de una manera que a Bruce y a Phil les parecería sencillamente impensable.
Los vehículos son probados con antelación gracias a la intervención de potentes simuladores y la actividad en sí misma, no precisa de que el piloto se mueva de su base de operaciones para acumular experiencia y horas de rodaje. Es cierto que esta es ahora fundamentalmente virtual, pero de parecida a manera a como ocurría entonces, sirve para prácticamente lo mismo: mejorar el modo de conducción y entender más y más la máquina una vez el conductor se pone definitivamente a sus mandos.
Además, como decíamos hace tan solo unos párrafos, los pilotos estrella firman contratos que giran alrededor del concepto de exclusividad y existe muy poco margen por no decir ninguno, para que un Sebastian Vettel o un Lewis Hamilton, o Fernando Alonso si nos ponemos, puedan invertir uno de esos fines de semana que quedan libres entre carrera y carrera, para intervenir en una prueba como las 24 Horas de Le Mans.
El nuevo sistema también funciona y todo el mundo parece contento con él, es cierto, pero no me negaréis que se ha perdido esa esencia que destila la imagen de entradilla que nos dice que en otros tiempos, sin duda había más magia de la buena que ahora.
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