lunes, 7 de enero de 2013

El monte de los olivos


Con el tiempo descubres que no te perteneces, que no eres otra cosa que el fruto de ese rosario de personas y cosas, que habiéndote acompañado y sucedido, te han forjado sin tú saberlo.

Tenía veintiún o veintidós años y una vida por delante, era tan ingenuo que incluso lo creía cuando lo que tenía enfrente era una pendiente que nunca acaba y cuyo fin es un enigma al que me asomo cuando vuelo bajo, como ahora. Mi hermano, que por aquél entonces trabajaba en aduanas, me agenció un trozo grande de madera de raíz de olivo, reluciente como un sorbo de sol y compacto como una pieza de cerámica vitrificada. La llevé a Bellas Artes y se la enseñé a quien entonces era mi profesor de forma, quien al verla me preguntó que qué iba a hacer con ella... No lo sé —contesté—, me gusta así, parece perfecta...

Sólo un pozo de sabiduría es capaz de decirle a un alumno que sucumba a sus miedos antes de intentar doblegar un regalo de la naturaleza...

De aquella época que pasé más en la facultad de Sarriko que en mi casa, me quedan mis compañeros y unas pocas cuentas más, dispersas pero aun así, importantes, trascendentes, diría. Jalones en todo caso entre los que podría destacar la mano que posó con fuerza sobre mi hombro un titán canoso y vehemente que respondía al nombre de Jorge, y los ojos repletos de ingenuidad e inquisitivos de un chamán que se llamaba Ramón, a quien no le costaba crear, reflexionar, compartir, animar y alentarnos a todos, pero al que se le hacía imposible juzgar.

Con el paso del tiempo he pensado muchas veces en cómo al demonio se le ocurrió llevar a un auténtico guía de desfiladeros, a un verso literalmente libre, a ejercer la docencia, aunque a decir verdad, él, Ramón, Ramón Carrera, la ejercía de maravilla y en su más amplio y hondo sentido, aunque su punto flaco siempre fue la evaluación, y es que al diablo se le ocurre pedirle a un hombre infinitamente generoso que juzgue.

Hoy he sabido que Ramón, mi profesor de forma en tercero de Bellas Artes, sigue creando rutas increíbles en un cielo que es gris ceniza ahora sobre Gorliz, después de habernos dejado como herencia a los que todavía transitamos los días y las noches a ciegas, la certera de que existe la posibilidad de encontrar la cuadratura del círculo a poco que arrimemos el hombro en aras de convertir la flaqueza de los que nos rodean en herramienta útil, porque en ese viaje, en el del aprendizaje continuo y compartido, siempre ganamos todos.

Tuve la suerte de haberle conocido, y hoy, de echarle aún más de menos después de haberle encontrado en aquel monte de los olivos donde me enseñó que la vida es pendiente con final difuso, en la que sólo preguntarse dónde nos lleva o dónde acabará, ya supone dar un paso adelante, y de gigante.

Ondo ibili, Ramón!

3 comentarios:

  1. Qué bonito es recordar a los que nos enseñaron a vivir y a ser quienes somos¡¡¡
    Como siempre, un placer leerte...y que sea por mucho tiempo :))

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  2. ! Que suerte haber tenido un profesor y que bonito tener a alguien que pueda dejar escrito algo así sibre uno ! , seguro que le hubiera gustado leerlo. Me ha gustado (como lo que escribes sobre F1), un saludo

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  3. Estoy segura de que nos quedó algo de entonces...

    ¡Felices sueños, Ramón!

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