No había que ser un lince para vislumbrar que Hamilton iba a intentar
ganar el G.P. de Hungría desde la misma calificación. Va con su
temperamento, y este año 2012 que vamos corriendo como pesadas cortinas
de plomo, habiendo podido ser la oportunidad que necesitaba el británico
para borrar aquél estúpido renglón torcido que supuso 2008, la
temporada se abría en canal bajo sus pies tras el abandono en
Hockenheim, como un abismo negro.
Si algo tengo claro es que Lewis no va a cambiar, que así lo aten a
un cepo seguirá siendo tan voraz como lo era cuando se dejó los dientes
luchando con ventaja desde el interior de esa malasangre que
era la McLaren de Dennis. Desde aquello ha mejorado, es indudable, se ha
aquilatado ganando densidad y peligro, y como admitía no hace tanto, no
muestro ningún rubor en decir que es rematadamente bueno y que no se
merece la F1 que le está tocando vivir. Otra cosa es que no le había
visto en una coyuntura como la que le envuelve en estos momentos, y que
ello me lleve a valorarlo aún más si cabe, y me explico.
Hasta quien dice anteayer, el británico
era de esos pilotos cuya fogosidad terminaba por pasarles factura, pero
esta temporada, los errores y avatares que le han impedido liderar la
tabla de conductores han venido de afuera. Así, tanto la rueda izquierda
trasera que tantos quebraderos de cabeza ha originado, como el pinchazo
del domingo pasado, etcétera, le han clavado al corcho de la exposición
como si fuese una bella mariposa, y eso no va ni con su temperamento ni
con su forma de entender la competición.
No estamos hablando de la puzzolana china de 2007, ni del
enredo de botones que sufrió en Interlagos de aquella misma sesión;
tampoco del reventón sufrido precisamente en Hungría (también en 2007),
ni de los mil y unos percances que ha sufrido en su ya dilatada carrera
profesional, ni por supuesto de sus hazañas bélicas con Felipe
Massa o sus lances con Maldonado o Button, porque todo ello tenía fácil
solución ya que dependía básicamente de él y de cómo se miraba en el
espejo. Esta temporada, sin embargo, no hay espejo que valga porque el
usado simplemente se ha hecho añicos.
Hamilton no está tan lejos de Alonso como parece: 62 puntos suponen
dos carreras y media con viento de cara y algo de mala suerte en el
zurrón de los rivales, pero en el fondo Lewis sabe que este año viene a
ser un océano en el que navegará solo de aquí a que termine todo, al
albur de su muro, de sus mecánicos, de su compañero, y del hueco que le
deje Fernando mientras no resulte molesto para el asturiano y cumpla con
la labor de contener a Vettel que ambos tienen pactada desde el
silencio y el respeto mutuo.
Al británico le queda poco tiempo y lo sabe. Maneja muchas variables y
lo sabe. Juega con fuego, y también lo sabe. Conoce perfectamente que
desterrar a Sebastian sólo será el primer paso para enfrentarse de tú a
tú con su asignatura pendiente. Tal vez quede por ahí Jenson luchando a
brazo partido con su suerte, pero su compañero no es lo importante,
porque tarde o temprano habrá un después ante el cual rendir respuestas
para seguir bregando dejando su vida deportiva en manos de otros.
De aquí que este momento me parezca sencillamente glorioso e
inenarrable. Lewis solo, solo frente a una superficie en la cual la
amalgama que hay bajo el cristal le devuelve todas y cada una de las
caras que no le gustan, ésas en las que se ha reconocido tantas veces
cuando parecía un tipo rotundo y convincente y podía abrir la boca sin
pedir permiso. Lewis se está ajustando mientras se reinventa sin perder
un tiempo del que no dispone, y eso es precisamente lo que me parece más
hermoso de todo.
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