Hace unos años la superlicencia nos suponía un motivo de cachondeo, y no estoy escribiendo de broma. La tasa burocrática o rasca bolsillos, o como queráis llamarla, que se había sacado la FIA de la chistera para promocionar los mejores talentos —no os riáis—, chocaba frontalmente con lo que significa la palabra deporte, ámbito donde la valía se mide tradicionalmente frente al cronómetro, la distancia, la capacidad de sufrimiento, los rivales, yo qué sé.
Hoy, el bendito mecanismo que ha encarecido nuestra actividad poniendo trabas a los que pretenden llegar a lo más alto por métodos naturales y la ha hecho inasequible a quienes no tengan como respaldo una abultada billetera o un buen padrino, nos ha dado talentos como Mazepin, Stroll o Latifi, por citar sólo un ramillete de ejemplos cercanos y reconocibles, pero supone un escollo para que entren nuevos valores ante los que no hay que tener dos dedos de frente para intuir que merecen una oportunidad.
Os leo.
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