martes, 15 de septiembre de 2020

Cuento sin moraleja


En verano del año pasado, el Community Manager de la cuenta oficial del circuito de Sochi compartía en Twitter unas inquietantes imágenes norcturnas de Alexander Prugov [dentro enlace], en las que se podía ver una tormenta eléctrica descargando su ira sobre la ciudad rusa con el trazado vacío en primer plano.

Se abrió el debate —en redes sociales nada existe si no genera debate—. Parecían montajes aunque también podían haber sido tomadas con varias cámaras desde diferentes puntos. En fin, el caso es que allí lo dejé hasta retomarlas para ilustrar una entrada sobre el abuso del cemento y el hormigón que se gasta nuestra Fórmula 1, que es cuando he descubierto que en al Mar Negro y tierras colindantes, la naturaleza monta unos espectáculos fascinantes cuando se pone pina, pina filipina.

Sochi, Paul Ricard, etcétera, son el exponente de lo que da de sí nuestro deporte, que es capaz (en la actualidad) de sacrificar el riesgo inherente a la competición con tal de que los coches se hagan el menor daño posible si se salen de pista y vuelvan íntegros a garajes, que los destrozos cuestan mucha pasta y mucho esfuerzo: llamar a la aseguradora, esperar al perito, que vea el vehículo y valore los destrozos preguntándose qué coño pasó para que el cacharro haya quedado así, o qué demonios hacía el piloto que no lo vio venir...

Y así se nos pasa la vida, esperando la respuesta del seguro y teniendo que atender a personajes como Jean Todt, que nos confirma que sin la era híbrida nos habríamos ido al cagarrón, más o menos como está sucediendo con la era híbrida pero sin tantas explicaciones, ni tanto relámpago ni tanta leche.

Ea, os leo.

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