Hoy hace un año que nos dejó Niki y aunque su figura y recuerdo se han manoseado bastante en redes sociales, no quiero desaprovechar la ocasión de echarle unas líneas, ya que a él le debo el maridamiento, por un lado, y distinción, por otro, del piloto Ferrari y La Scuderia.
Lo he contado muchas veces así que os ahorro los gastos de repetirme. En mi lejana adolescencia quedé prendado de Jacky Ickx y su auto rojo, el 312B. Me sentía ferrarista como mi hermano Julián porque, básicamente, lo seguía a todas partes y creía en él a pie juntillas, pero también necesitaba ir construyendo mi mundo y el más veloz y electrizante del momento era Jackie Stewart y yo también era del escocés y de su compañero Cevert, y de Tyrrell, por supuesto.
En realidad, sin saberlo era de muchos pilotos y de muchas escuderías —todavía me quitan el sueño el Shadow DN1 que conducía Jackie Oliver o el Brabham BT44 que llevaban Pace o Reutemann, o el Lotus 72 de Ronnie Peterson... en el fondo, qué más da—, y el caso es que Niki Lauda en Ferrari me convenció de lo sencillo que resultaba destruir el conflicto para ser de un equipo y de un conductor a la vez, independientemente de qué hiciera cada uno.
Ahí pillé a mi hermano. Él no había entendido el noble arte de la discriminación y yo lo había comprendido gracias al austriaco. A partir de ese instante mi corazón jamás ha vuelto a partirse en dos porque Lauda y los pocos que han sido como él, permanecen tanto como las escuderías. Niki fue en vida un puñetero verso libre demasiado dado a retocar su pasado cuando los años pesaban a sus espaldas, pero queda incluso cuando ha desaparecido y eso es lo importante: que a 20 de mayo le seguimos echando en falta porque su hueco es imposible de rellenar.
Os leo.
Lo he contado muchas veces así que os ahorro los gastos de repetirme. En mi lejana adolescencia quedé prendado de Jacky Ickx y su auto rojo, el 312B. Me sentía ferrarista como mi hermano Julián porque, básicamente, lo seguía a todas partes y creía en él a pie juntillas, pero también necesitaba ir construyendo mi mundo y el más veloz y electrizante del momento era Jackie Stewart y yo también era del escocés y de su compañero Cevert, y de Tyrrell, por supuesto.
En realidad, sin saberlo era de muchos pilotos y de muchas escuderías —todavía me quitan el sueño el Shadow DN1 que conducía Jackie Oliver o el Brabham BT44 que llevaban Pace o Reutemann, o el Lotus 72 de Ronnie Peterson... en el fondo, qué más da—, y el caso es que Niki Lauda en Ferrari me convenció de lo sencillo que resultaba destruir el conflicto para ser de un equipo y de un conductor a la vez, independientemente de qué hiciera cada uno.
Ahí pillé a mi hermano. Él no había entendido el noble arte de la discriminación y yo lo había comprendido gracias al austriaco. A partir de ese instante mi corazón jamás ha vuelto a partirse en dos porque Lauda y los pocos que han sido como él, permanecen tanto como las escuderías. Niki fue en vida un puñetero verso libre demasiado dado a retocar su pasado cuando los años pesaban a sus espaldas, pero queda incluso cuando ha desaparecido y eso es lo importante: que a 20 de mayo le seguimos echando en falta porque su hueco es imposible de rellenar.
Os leo.
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