Pupita Village

Que Twitter me haya banneado por unas horas resulta hasta poético. La coño red sirve de cobertura a la inmundicia que va de noble por la vida malmetiendo a todas horas, pero que en cuanto tiene el mínimo problema, o alguien la encara, como hice anoche, lanza el mensajito pertinente al grupo de Whatsapp y todos los imbéciles que habitan allí se quejan al pajarito y te señalan, y ¡zas!, papá Twitter te informa a ti de que te has portado mal y debes ir a la esquina de recapacitar.

Y digo que es poético porque forma parte del hacer de los nuevos tiempos: los cobardes tienen el control y campan a sus anchas, y ojito con llamárselo (cobardes), que inmediatamente piden ayuda a la autoridad competente porque no aguantan que les meen los zapatos.

Un imbécil de estos —su padre no ha tenido huevos de corregirle y a estas alturas no voy a hacerlo yo—, que luego se queja de que le llamen rata a él, tuvo a bien el otro día de reclamarme debate. Todo alteradito él, todo postureo. ¿En qué ha quedado el llamarle por su nombre y aludirle?: en que no puede vivir sin sus amiguitos, que son los que le hacen el trabajo sucio.

Te acusan de tener una cuenta troll, de llamar idiota a Carlos Castellá. Te dicen que das asco, te llaman cobarde, hablan de ti como no les gusta que se hable de ellos, y seguramente a estas horas se estarán riendo de su chiquillada. Pero anoche, antes de que Twitter me cerrara la boca, prometí que les iba a dar hasta en el cielo del paladar —metafóricamente hablando, por supuesto—, y lo voy a cumplir, porque cuando desaparezcan no van a dejar nada detrás salvo toneladas de mierda, y porque como necios, me han abierto la puerta para que les diga desde aquí lo que pienso de ellos, incluso del chivatillo de las monjas, un animalito de 19 años que sólo me sigue en Twitter para avisar a sus colegas.

Se parecen demasiado a la Stasi como para que no me tome la molestia, espero que me lo sepáis perdonar.

Os leo.