El Nordschleife presenta una peculiaridad orográfica que explica, hasta cierto punto, por qué el monstruo de las Eifel seguía siendo, a pesar de las mejoras, un lugar tan inseguro a inicios y mediados de los setenta del siglo pasado, por qué lo había sido antes, incluso cuando estaba unido al Südschleife, y por qué lo sigue siendo en la actualidad.
De norte a sur, el desnivel entre Breidscheid y Tiergarten, los puntos más bajo y más alto del trazado, respectivamente, es de unos 300 metros —el tamaño de la torre Eiffel, aproximadamente—, lo que define un modelo de circuito que arranca desde la parte alta meridional, desciende hacia el interior de la vaguada con dirección al septentrión, y a partir de ahí, comienza a recuperar la altura perdida.
Más que la enorme cantidad de curvas o lo sinuoso de un diseño permanentemente adaptado al terreno, lo que define Nürburgring es la abundancia de zonas ciegas, y son éstas las que entrañan mayor peligro pues no dan tiempo material al conductor para reaccionar ante un cambio de condiciones.
Si la meteorología se muestra cariñosa, el recorrido es lo suficientemente exigente para pilotos y máquinas como para suponer un reto descomunal. Si es adversa pero estable, digamos que llueve a todo lo largo y ancho del circuito, la complejidad se escala hasta límites inimaginables. Pero si una parte está húmeda y otra no, o una está muy mojada y la otra no tanto, el infierno se despliega en toda su intensidad.
No estamos hablando de coches carenados que incorporan limpiaparabrisas y focos. El piloto de monoplazas veía Nürburgring a través de los cristales de sus gafas o el visor de su casco, y lo que no era capaz de vislumbrar más allá de la lluvia, lo imaginaba. En cambios de rasante, en bajadas, en ascensos con neumáticos poco o nada adecuados, trazando curvas cuyo principio y final eran difusos o resultaban opacos, el conductor tenía la obligación de acertar so pena de terminar en la cuneta o concluyendo sus días entre los árboles.
La figura del Ringmeister (Maestro del Anillo) surge precisamente del respeto que produce a los mortales que un ser humano como ellos sea capaz de sobrevivir a unas condiciones que no soportaría nadie salvo que estuviese rematadamente loco. En seco o en mojado, o con meteorología cambiante, del primero al último que lo intentó y salió vivo para contarlo merecería ser llamado así, pero en deporte sólo puede quedar uno: quien cruza primero la meta. Y de todos los que consiguieron doblegar al gigante de las Eifel, Otto Wilhelm Rudolf Caracciola, Caratsch, luce con luz propia.
Él y sólo él, atesora cinco victorias en El Infierno Verde. Cuatro de ellas labradas cuando nadie imaginaba que sería por este nombre como lo conoceríamos, y la quinta, conseguida el mismo año en que nacía en Escocia quien así lo bautizó.
Os leo.
PD: Va por ti, Ernesto.
Él y sólo él, atesora cinco victorias en El Infierno Verde. Cuatro de ellas labradas cuando nadie imaginaba que sería por este nombre como lo conoceríamos, y la quinta, conseguida el mismo año en que nacía en Escocia quien así lo bautizó.
Os leo.
PD: Va por ti, Ernesto.
Estoy leyendo el fascinante libro de Caracciola. ¡No me puedo despegar de él! Gracias, Jose
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