Me gusta la belleza pura aunque resida en un miserable trazo. Pertenezco a esa generación condenada a la extinción que se entretuvo primero y creció después, entre cosas pequeñas que destilaban multitud de matices que valían por universos enteros. Bellas Artes luego y más tarde Ramón Trecet y su grito de guerra: «Buscad la belleza. Es lo único que merece la pena en este asqueroso mundo.»
Es obvio, o me lo resulta, que no podía salir nada bueno de tan extraño campo de entrenamiento. Uno para todos y todos para uno, compartir en vez de avasallar. Penumbra más que luces y sombras, encontrar en lo chiquito la cerilla, que, prendida, iluminará nuestro mundo siquiera durante la brevedad de un instante fugaz que quizás no se repita...
La carrera más alucinante del motorsport ha dado comienzo en el trazado de La Sarthe bajo banderazo de Brad Pitt, lluvia y presencia de Safety Car, mientras un servidor recogía la mesa, ponía el lavaplatos y conectaba con Bakú. Esta edición salgo último, y por el canto de un duro de los antes no voy en vuelta perdida.
Es pronto, demasiado temprano como para extender mis alas negras y volar bajo, pero el cuerpo me lo pide y hoy no sé decirle no. Tampoco quiero decírselo, ni insinuárselo siquiera, para qué vamos a engañarnos. Queda la tarde, la noche, la madrugada y mañana, toneladas de ilusión para recuperar el terreno que he cedido.
Hay tiempo, y sobre todo, sé que Chronos baila en mi mano y que mantengo intacta la esperanza de acabar por doblegarlo. Vienticuatro horas por delante. Abre esta entrada un fragmento descomunal que atrapa ese instante en que todo coche de competición se transforma en mar batiendo la playa, en manantial que acaricia las piedras del cauce para partir con prisa más allá del foco de la cámara, del ojo que ve a través de la herramienta y decide cuándo es momento de cerrar la trampa para congelar un ahora irrepetible.
Y quiero cerrarla con un vídeo. Un Audi abandona Ingolstad para presentarse en Stuttgart y decirle a Porsche «Wellcome back». Hay pruebas que valen más que un campeonato. Las 24 Horas son sin duda una de ellas, y sin pestañear afirmaría que la más bella.
Os leo.
La carrera más alucinante del motorsport ha dado comienzo en el trazado de La Sarthe bajo banderazo de Brad Pitt, lluvia y presencia de Safety Car, mientras un servidor recogía la mesa, ponía el lavaplatos y conectaba con Bakú. Esta edición salgo último, y por el canto de un duro de los antes no voy en vuelta perdida.
Es pronto, demasiado temprano como para extender mis alas negras y volar bajo, pero el cuerpo me lo pide y hoy no sé decirle no. Tampoco quiero decírselo, ni insinuárselo siquiera, para qué vamos a engañarnos. Queda la tarde, la noche, la madrugada y mañana, toneladas de ilusión para recuperar el terreno que he cedido.
Hay tiempo, y sobre todo, sé que Chronos baila en mi mano y que mantengo intacta la esperanza de acabar por doblegarlo. Vienticuatro horas por delante. Abre esta entrada un fragmento descomunal que atrapa ese instante en que todo coche de competición se transforma en mar batiendo la playa, en manantial que acaricia las piedras del cauce para partir con prisa más allá del foco de la cámara, del ojo que ve a través de la herramienta y decide cuándo es momento de cerrar la trampa para congelar un ahora irrepetible.
Y quiero cerrarla con un vídeo. Un Audi abandona Ingolstad para presentarse en Stuttgart y decirle a Porsche «Wellcome back». Hay pruebas que valen más que un campeonato. Las 24 Horas son sin duda una de ellas, y sin pestañear afirmaría que la más bella.
Os leo.
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