Volar, volar, volar...

Si a John Ashbury o cualquiera de los promotores de la Copa de las Cien Guineas les hubiera dicho alguien cuando sentaron los cimientos de la Copa del América, que habría un día en que los barcos que competirían por poseerla apenas utilizarían sus cascos para rozar el mar, seguramente se habrían llevado las manos a la cabeza abjurando de su idea.

El tiempo ha llegado. Hoy los yates que compiten en la que quizás es la disciplina más hermosa de la competición marina, vuelan literalmente sobre el agua gracias a que las modernas tecnologías les permiter hacer de aviones que se gobiernan en el líquido elemento porque tan solo las orzas y los timones hieren su superficie mientras unas velas impensables hace un siglo, acaparan los vientos y los doblegan bajo los estrictos términos de la aerodinámica.

Nada es la solución al drag y nada es la respuesta a ser más veloz que nadie... Filosofía pura. Ser el todo desapareciendo literalmente para resultar la nave más ràpida y eficiente sin que tan siquiera, la tradición suponga un lastre...

Es domingo y hemos consumido la tercera prueba de un calendario de Fórmula 1 que solo arroja quejas. Que si el ruido de los motores, que si esto ya no es lo que era... Bien, soy conciente de que yo también he contribuido a esta sensación espesa de que todo está perdido, pero a estas horas en que debería ir pensando en irme a la cama porque la semana que empieza mañana amenaza tormenta blanca de lo espesita que asoma en el horizonte, siento que le debo a la Fórmula 1 al menos una parte de lo mucho que me ha dado, a resultas de lo cual, no quiero acostarme sin deciros que dejéis de leer malos augurios y penséis en que como aficionados, también debemos a todo esto algo de cintura y comprensión.

La Copa del América es un formato de reglas que precisa de una serie de condicionantes que las hagan factibles: cumplimento de normas de arquetipos, mar estable, vientos uniformes y yardas, muchas yardas marinas entre baliza y baliza. Basta que una de estas circunstancias no se dé para que todo se vaya al carajo. En la Fórmula 1 ocurre igual porque como competición es un conjunto de definiciones precisas que hacen posible que diferentes participantes luchen sobre los circuitos en aparente igualdad de condiciones, en aras de lograr una serie de victorias que a la postre les hagan acreedores al campeonato de marcas o pilotos.

Dicho esto, el problema que nos carcome ahora mismo no es el consumo ni el ruido como dicen por ahí, sino la puñetera velocidad, o mejor dicho, la puta sensación de velocidad. Si los monoplazas actuales consumieran poco pero fueran rápidos, estoy seguro de que lo perdonaríamos todo.

Hoy hemos podido asistir a un pequeño fragmento de ese mundo que anhelamos tanto. Entre las vueltas 47 a 57, libres de trabas e impedimentos, los monoplazas de la parrilla han buscado ser veloces en Sakhir, comer la tostada al rival y rebasarlo sin que haya importado tanto quién era el protagonista de tal o cual encuentro sobre la pista, sino la sensación global de una velocidad que creíamos perdida por siempre jamás, como en los cuentos más funestos.

Obviamente no soy nadie para deciros a quién leer o a quién apostar, pero os recomendaría encarecidamente que tasárais a un lado el ruido o el consumo y en el lado opuesto de la balanza, la jodida velocidad. Y es que la Fórmula 1 para mí, es velocidad. Volar, volar, volar...