La muerte de Ayrton Senna se dice que supuso un antes y un después en la Fórmula 1. Es un lugar común que yo mismo he utilizado infinidad de veces, que pone de acuerdo a los aficionados (¡mira que es difícil!)
y especialistas, en que tras aquel luctuoso suceso el prisma de
acercamiento a la seguridad en los circuitos cambió radicalmente. Aunque
la realidad es otra, ya que el deceso del paulista sólo supuso
un negro colofón para un fin de semana rebosante de desgracias que
escenificó el enorme riesgo que corrían los pilotos de carreras en
aquella época.
Rubens Barrichello preludiaba el viernes la que se venía encima, cuando se salió del trazado con su Jordan en la Variante Baja del circuito de Imola (Autodromo Internazionale Enzo e Dino Ferrari),
despegando literalmente al rozar el peralte exterior de la pista y
golpear posteriormente las protecciones, para aterrizar boca abajo
después de haber dado varias vueltas de campana. Al día siguiente, ya
sábado, Roland Ratzenberg perdía adherencia en su Simtek y salía recto
de la curva Villeneuve para empotrarse contra el muro y morir
en el acto. Aquel mismo domingo, como es de sobra conocido, Ayrton Senna
se estrellaba con desastrosas consecuencias en Tamburello, habiendo perdido previamente el control de su Williams…
A mi modo de ver, es precisamente la
concatenación de fatalidades la que hace del Gran Premio de San Marino
de 1994 una fecha ineludible más allá de las personalidades que
intervinieron, a la hora de valorar hasta qué punto la seguridad no
sirve de nada si no es contemplada en su globalidad.
Los chasis del Jordan 194, Simtek S941 y Williams FW16 protegieron a
sus respectivos pilotos conforme a la normativa, éstos quedaron
ajustados de manera firme a sus habitáculos, pero así y todo, no se
pudieron impedir dos fatales desenlaces que tuvieron sus desencadenantes
en circunstancias en las que nadie pensaba en aquel momento.
El circuito, aceptado por la FIA, cumplía con los requisitos mínimos
exigidos para poder albergar una prueba del Mundial, pero todo ello
resultó insuficiente ante una serie de coyunturas impensables en aquella
época. ¿Coches demasiado rápidos para el trazado? ¿Normas excesivamente
cortoplacistas? Da lo mismo, el resultado de todo aquello son dos
víctimas mortales en el mismo fin de semana y una tercera que no pudo
competir en la carrera por haberse visto obligada a pasar por el
hospital. Algo excesivo en todo caso, para un entorno, el de la Fórmula
1, que decía tenerlo todo previsto. Y ahí el modelo de deporte
tradicional quiebra y se comienza a pensar por primera vez en la
historia de la máxima disciplina del automovilismo deportivo, en la
seguridad como concepto global.
Trazado, monocascos y pilotos son una misma cosa, interdependiente,
en la que una parte afecta al todo y el todo a sus partes. Y la F1
acepta acometer un nuevo rumbo que a pesar de los pesares ha seguido
granjeando sustos. Mika Hakkinen se estrellaba en Adelaida y era
necesario practicarle una traqueotomía, Michael Schumacher lo hacía en
Silverstone y se salvaba por poco. En épocas recientes, entre otros,
destacan el brutal accidente de Robert Kubica en Canadá o el de Sergio
Pérez en Montecarlo, sin consecuencias ambos, pero queda la herida
abierta de Henry Surtees, muerto por impacto de un neumático durante la
disputa de una prueba de F2…
Aunque suene raro, seguimos viviendo en el prueba/efecto de
toda la vida, el mismo esquema que estaba vigente a finales de abril y
primeros de mayo de 1994, un lugar común que define un estado de cosas
que no tiene por qué ser perfecto, que sin duda no lo es, y ante el que
por precaución conviene no bajar la guardia, nunca, porque sigue
habiendo imprevistos de los que no sabremos nada hasta que resulte
irremediable, y es que al igual que ocurría en 1994, hoy en día los
pilotos se siguen jugando la vida, no lo olvidemos.
No hay comentarios:
Los comentarios nuevos no están permitidos.