Los que lleváis tiempo conmigo sabéis de sobra que no cumplo años en la fecha que me tiene reservada el calendario sino en días como el de hoy, 24 de abril, marcados a fuego desde que hace ahora 23 exactos sostuve entre mis manos por primera vez una responsabilidad que palpitaba como una frágil mariposa, que hoy me saca una cabeza, a quien echo de menos, pero de quien estoy orgulloso porque navega solo con el sueño entre los dedos de convertirse en ingeniero mecánico, sabiendo que siempre me encontrará a sus cuatro y con los cañones listos para derribar cualquier amenaza...
Me voy quedando sin amigos. Unos mueren y otros me han vuelto la espalda o me han olvidado. Ley de vida, supongo. No me preocupa demasiado las 364 jornadas que adornan todos los 24 de abril habidos desde 1990, pero pesan cuando hago receso (hoy por ejemplo) y asumo que circunnavego 23 talones de Aquiles que pesan como casi 54 toneladas mientras me viene a la cabeza una pregunta que me hizo Martin Herzog en octubre de 2010, a la que contesté: «Fernando es de carne y hueso, tiene días buenos y malos, y le pasan cosas chungas y hermosas que afectan a su trabajo, como le ocurre al resto de seres humanos.»
El domingo pasado fue uno de ésos en los que a Fernando le sucedió lo que a Sebastian cuando se le funde el alternador, uno chungo de los auténticos, de los rossos, porque la herida no sangraba en campo contrario sino en casa, y dolió especialmente no tanto porque tocaba al Nano sino porque señalaba con dedo acusador hacia la importancia que tiene lo artificial en una disciplina que consiguió sus galones sin necesidad de tanto aparato ni tanta castaña.
Corremos como idiotas en pos del espectáculo y cuando falla el mecanismo que le da identidad, nos quedamos con un palmo de narices y pienso irremediablemente en una caja de bombones con trampa, en la que lo importante no es el chocolate ni su contenido secreto, su licor o su avellana, sino el cartón que la envuelve y el papel que la recubre, y por supuesto, el lazo que la distingue como regalo.
Sin KERS o DRS, hoy un piloto está vendido sobre la pista y resulta que los cachivaches del demonio no surgieron como la bomba de combustible, por pura necesidad mecánica, sino por empeño de cuatro gilipollas que sólo atisban a ver la belleza en unos senos o nalgas turgentes por efecto de la silicona. Y pienso, de nuevo, otra vez, en qué sería de la F1 sin tanto caduco en el puente de mando, porque es eso, y lo digo honestamente, lo que siento que pasa: vejez imponiendo sus reglas, matando todo atisbo de frescura y vitalidad, aniquilando las arrugas con botox, tratando de sortear el inevitable paso del tiempo con idioteces a cual más supina, eso sí, bajo la excusa de que así ganamos todos mientras todos perdemos hasta lo que no está escrito.
Volviendo a mi hijo. Sé que le he dejado vivir, aprender, errar, acertar y buscar su propio camino. Tal vez maculé su infancia con sonidos de motores que rugían al salir de una curva, pero no lo recuerdo. Tal vez, sólo tal vez, le describí cómo huele la goma quemada o cómo se impregna el aire hasta saber a gasolina en la boca, cuando trataba infructuosamente de que conciliara el sueño y nos dejara dormir. Sé que hice mis deberes, que dejé que se enamorara de lo que me enamoraba a mí. Sé que le pasé los trastos de la mejor manera posible, permitiéndole que construyera su propio mundo a partir del mío sin interferencias.
Hoy acaba un nuevo 24 de abril y hago repaso. No me toméis en consideración mis palabras.
El domingo pasado fue uno de ésos en los que a Fernando le sucedió lo que a Sebastian cuando se le funde el alternador, uno chungo de los auténticos, de los rossos, porque la herida no sangraba en campo contrario sino en casa, y dolió especialmente no tanto porque tocaba al Nano sino porque señalaba con dedo acusador hacia la importancia que tiene lo artificial en una disciplina que consiguió sus galones sin necesidad de tanto aparato ni tanta castaña.
Corremos como idiotas en pos del espectáculo y cuando falla el mecanismo que le da identidad, nos quedamos con un palmo de narices y pienso irremediablemente en una caja de bombones con trampa, en la que lo importante no es el chocolate ni su contenido secreto, su licor o su avellana, sino el cartón que la envuelve y el papel que la recubre, y por supuesto, el lazo que la distingue como regalo.
Sin KERS o DRS, hoy un piloto está vendido sobre la pista y resulta que los cachivaches del demonio no surgieron como la bomba de combustible, por pura necesidad mecánica, sino por empeño de cuatro gilipollas que sólo atisban a ver la belleza en unos senos o nalgas turgentes por efecto de la silicona. Y pienso, de nuevo, otra vez, en qué sería de la F1 sin tanto caduco en el puente de mando, porque es eso, y lo digo honestamente, lo que siento que pasa: vejez imponiendo sus reglas, matando todo atisbo de frescura y vitalidad, aniquilando las arrugas con botox, tratando de sortear el inevitable paso del tiempo con idioteces a cual más supina, eso sí, bajo la excusa de que así ganamos todos mientras todos perdemos hasta lo que no está escrito.
Volviendo a mi hijo. Sé que le he dejado vivir, aprender, errar, acertar y buscar su propio camino. Tal vez maculé su infancia con sonidos de motores que rugían al salir de una curva, pero no lo recuerdo. Tal vez, sólo tal vez, le describí cómo huele la goma quemada o cómo se impregna el aire hasta saber a gasolina en la boca, cuando trataba infructuosamente de que conciliara el sueño y nos dejara dormir. Sé que hice mis deberes, que dejé que se enamorara de lo que me enamoraba a mí. Sé que le pasé los trastos de la mejor manera posible, permitiéndole que construyera su propio mundo a partir del mío sin interferencias.
Hoy acaba un nuevo 24 de abril y hago repaso. No me toméis en consideración mis palabras.
Pues ¡feliz no cumpleaños! como decía Lewis Carrol tras asomarse detrás del espejo, iniciando una costumbre que por aquí a algunos nos encanta.
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