Dice la sabiduría reciente que la magia
fue durante buena parte de nuestra historia, una respuesta racional al
natural desconocimiento del ser humano. Y hete aquí que cuando
nos creíamos espabilados del todo, descubrimos que la incertidumbre, esa
vieja amiga de la duda, sigue haciendo presa de nosotros.
El domingo bosteza antes de irse a la cama en Gorliz. Marnie, mi perrilla vieja, duerme a mis pies soñando que la protejo mientras doy rienda suelta a estas líneas, como sueña otras veces que soy su lazarillo cuando trata de encontrar el mundo a través de sus cataratas. Pegada a mis piernas o buscando mi voz, o mi contorno si estoy demasiado lejos, salvamos juntos nuestros respectivos miedos diarios. Yo sintiéndome algo pesado por tanta responsabilidad como recae sobre mis hombros, quejándome a veces, otras mimándola, para que sepa siempre que me sigue importando como cuando destruía mis libros con sus dientes de leche o cuando me comía la cara a lametones, que lo sigue haciendo; ella, reacia a entender que es uno de los eslabones más duros de la cadena de fragilidades que me sujeta a este convenio trazado por mayores en el que cada vez queda menos espacio para intentar seguir siendo pequeño.
El Reino de los Cielos huele a fragancias de intemperie. Hace frío ahí fuera y cuando creíamos que estábamos protegidos, hemos comenzado a entender demasiado tarde que nos vendrían bien unas medias de lana, de las de bandas azules y blancas, como las de Pipi Calzaslargas, o quien sabe si unos guantes de tachuelas como los de Lisbeth Salander. El caso es que nos han declarado la guerra y llevamos cuatro años largos sufriendo una invasión en toda regla, pero somos un pueblo corajudo. De Norte a Sur, de Este a Oeste, azules o rojos, morados o naranjas, todos llevamos tatuada en la frente la envidia mediterránea pero también el ¡no pasarán!
Miro hacia delante y siento miedo, para qué os lo voy a negar, pero sé que no pasarán. No, no pasarán, porque entre ellos y nuestros seres queridos sencillamente estamos nosotros, la frontera postrera, los peones que decidieron sacrificar burdos generales que jamás han entendido que mientras nos quede resuello y una lágrima o una gota de sangre que derramar sobre el tapiz de nieve que ya nos llega a las rodillas, sabremos vender cara cada una de las ilusiones de aquellos que creyéndonos titanes e invencibles, siguen confiando a pie juntillas en que sabremos desterrar cualquier atisbo de incertidumbre, en que no nos temblará la mano, en que no repararemos en esfuerzos para que nuestras auténticas razones, ellos, sigan conciliando el sueño.
Os leo.
El domingo bosteza antes de irse a la cama en Gorliz. Marnie, mi perrilla vieja, duerme a mis pies soñando que la protejo mientras doy rienda suelta a estas líneas, como sueña otras veces que soy su lazarillo cuando trata de encontrar el mundo a través de sus cataratas. Pegada a mis piernas o buscando mi voz, o mi contorno si estoy demasiado lejos, salvamos juntos nuestros respectivos miedos diarios. Yo sintiéndome algo pesado por tanta responsabilidad como recae sobre mis hombros, quejándome a veces, otras mimándola, para que sepa siempre que me sigue importando como cuando destruía mis libros con sus dientes de leche o cuando me comía la cara a lametones, que lo sigue haciendo; ella, reacia a entender que es uno de los eslabones más duros de la cadena de fragilidades que me sujeta a este convenio trazado por mayores en el que cada vez queda menos espacio para intentar seguir siendo pequeño.
El Reino de los Cielos huele a fragancias de intemperie. Hace frío ahí fuera y cuando creíamos que estábamos protegidos, hemos comenzado a entender demasiado tarde que nos vendrían bien unas medias de lana, de las de bandas azules y blancas, como las de Pipi Calzaslargas, o quien sabe si unos guantes de tachuelas como los de Lisbeth Salander. El caso es que nos han declarado la guerra y llevamos cuatro años largos sufriendo una invasión en toda regla, pero somos un pueblo corajudo. De Norte a Sur, de Este a Oeste, azules o rojos, morados o naranjas, todos llevamos tatuada en la frente la envidia mediterránea pero también el ¡no pasarán!
Miro hacia delante y siento miedo, para qué os lo voy a negar, pero sé que no pasarán. No, no pasarán, porque entre ellos y nuestros seres queridos sencillamente estamos nosotros, la frontera postrera, los peones que decidieron sacrificar burdos generales que jamás han entendido que mientras nos quede resuello y una lágrima o una gota de sangre que derramar sobre el tapiz de nieve que ya nos llega a las rodillas, sabremos vender cara cada una de las ilusiones de aquellos que creyéndonos titanes e invencibles, siguen confiando a pie juntillas en que sabremos desterrar cualquier atisbo de incertidumbre, en que no nos temblará la mano, en que no repararemos en esfuerzos para que nuestras auténticas razones, ellos, sigan conciliando el sueño.
Os leo.
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