Caín y Abel

Ayer tarde, extramuros del Jardín del Edén, Caín mataba a Abel sobre la pista de Shanghai con una quijada de onagro sin que el vengativo dios que todo lo observa detuviera su brazo. 

En realidad, ni aunque el todopoderoso lo hubiese intentado habría conseguido nada, en primer lugar porque Abel no podía oponer ninguna resistencia, y en segundo, porque habría supuesto una sonora cantada comunicar por radio a Caín que se abstuviera de atacar a su hermano.

Esta segunda razón es de suma importancia para lo que aquí se narra, pues se sabe que intramuros del santuario de la paz perpetua interesa más atender a las formas que a la sustancia de las cosas, de manera que si el sábado al mediodía Caín había mojado a Abel la oreja por tercera vez consecutiva, había que actuar presto y con sigilo el domingo, evitando a toda costa que algo impidiera que el dedo del altísimo interviniera para que su hijo predilecto salvara una vez más la cabeza y mantuviera así la necesaria calma. 

Pero no pudo ser. Como sucediera en Malasia, tierra de infieles donde Karthikeyan se opuso de manera torticera e indecente a los designios divinos, ayer el retoque de la historia se venía abajo en los últimos giros y Caín sentenciaba a Abel mandíbula de asno en mano, derivando con su actitud artera en la consumación del enésimo pecado de fratricidio que llena de sangre la parrilla.

Caín no es un hijo querido. Su renovación sigue pendiendo de un hilo, y por muchos sacrificios que haga, sus añales saben siempre distinto o no están tiernos, o son ovejas pequeñas y viejas que difícilmente pasarán por corderos. El ara que utiliza siempre está sucia, herrumbrosas y melladas son sus herramientas. Camina altivo por el desierto, desaliñado y con el pelo alborotado...

Razones para su destierro parecen sobrarle al dios caprichoso y furibundo que define a cada hora su destino, pero el primogénito de Adán y Eva es perseverante, y continuará, a buen seguro, golpeando duro al tipo que hacía aún más grande al RB7, al chiquillo que había crecido a su lado para batir todos los récords, a la sombra que no puede quitarse de encima ni con agua caliente porque él sigue siendo el anzuelo con el que pesca el dios minúsculo de los pescadores que tiene reservados para Abel los mejores y más grandes premios, los peces más frescos y tiernos, las gestas más dulces y hermosas.

Caín superaba a su hermano ayer, ayer, ayer, porque de no haberlo hecho habría quedado muy feo, porque Abel venía agotado, porque resultaba presa fácil, porque la deidad no es ahora la que era hace unos meses y no puede impedir que la realidad se imponga machaconamente, porque no le sirve ni siquiera dar a sus hijos dos coches diferentes con dos estrategias diferentes, con dos apaños diferentes, porque las razones tal vez ya no importan, como en el fondo tampoco importaban antes.