lunes, 8 de mayo de 2017

A place called home


Llega un momento en la vida en que ésta parece resistirse a que la sigas llenando de memorias funestas, aunque ambos, ella y tú, sabéis que siempre habrá espacio para una más...

No tenía intención de escribir esta noche. Nürbu va lo suficientemente bien como para que pueda tomarme la licencia de aparcar el vehículo en la cuneta, detener el motor, salir de mi minúsculo ataúd con ruedas, desprenderme del casco y la balaclava, y respirar el aire de la noche como quien ha invertido cuatro minutos haciendo apnea soñando con ser remolino, Simbad o Cousteau, en las oscuridades del mar.

Cinco meses, tesoro, y treintaicinco años desde que un canadiense pequeño me enseñaba que se puede aspirar a ser duro como la roca llorando como un niño, para que al final descubras que no sirve de nada. Y él como telón de fondo a 8 de mayo, y ese río que nos lleva entre aspiraciones y renuncias a donde nunca quisimos ir... ¿Por qué no hablar hoy de Gilles si puede ser la última vez que lo haga aquí? ¿Por qué renegar de retroceder en el tiempo tres décadas y media por ver qué coño sucedió allí que dejó tanto juguete roto?

Yo también descubrí de niño el coche rojo de todos los cuentos, y me enamoré, ¿cómo no iba a hacerlo? Aunque fue mucho más tarde que comprendí que el rosso significaba algo más cuando en el habitáculo se sentaba Gilles y el viejo sonreía como un chiquillo observando sus travesuras en pista desde la profundidad de sus gafas oscuras. Zolder acabó con todo aquello.

A Villeneuve le han llamado sobrevalorado quienes no entienden que hay más belleza en cada derrota trabajada como si fuese una victoria que en cada una de las seis carreras que ganó. Poco saldo para tan gran poeta, desde luego. Y 1982 que parece el año de la consagración y Didier que se cruza en su camino en Imola, y a él que le da por afilar sus alas en Bélgica por ver si roza el sol. Y la sala de prensa que se queda silenciosa y el asfalto más frío que nunca. Hay lágrimas y muecas de rabia mientras alguien pregunta qué ha pasado y hay, también, quien responde con la cabeza baja, la boca apretada y los ojos vidriosos, que se trata del pequeño canadiense de La Scuderia.

Ferrari retira el único monoplaza rosso que queda y aquel telón no se levantará jamás. Todo será a partir de entonces igual y a la vez distinto. Falta el valiente Ícaro. Los coches rojos seguirán enamorando a los niños por los siglos de los siglos, pero esta vez lo harán sin Gilles.

Os leo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pura poesía para un gran poeta.



King Crimson